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Remos y guayacanes para un amigo

Una vez escuché a alguien decir que las cosas de las que más se arrepentía eran las que nunca había hecho.  Lamentablemente, esta afirmación no hace alusión a una historia personal fortuita ni aislada, sino al paradigma que muchos seguimos con una convicción casi religiosa, y sin contemplación alguna por la inexorabilidad del tiempo.

Procrastinamos con base en toda clase de excusas, como si el momento perfecto fuese una conjunción armónica de variables atemporales y no una fugaz oportunidad aunada a la voluntad de aprovecharla.  Por ello, en muchas ocasiones, nos quedamos esperando irreparablemente lo que nunca ocurrirá por sí solo o terminamos preguntándonos hipotéticamente lo que habría ocurrido si hubiésemos actuado cuando debimos y pudimos.

Despertado a cachetadas por algunos acontecimientos recientes, decidí no adjudicar la responsabilidad al mentado e indemostrable destino, y me dispuse a cumplir con una misión que,  por unas cuantas razones válidas y muchas otras infundadas, había venido postergando hasta ahora: llevar a Roger a remar.

Mi planificación fue apresurada como de costumbre, mas no fallida.  Invoqué a los potenciales agentes posibilitadores de este plan, entre los que se encontraban el grupo Tour Kayak 2022, y mi llamado no tardó en recibir una respuesta favorable. Martín León, nos ofreció su embarcación, y Jeannette Villarreal e hija nos ayudaron a inmortalizar el momento no sólo mental sino también digitalmente.

Aún no estoy seguro de qué fue más significativo, si el preámbulo, la remada en sí o lo transcurrido posteriormente.  Quizás todo en realidad.  De lo que no me queda duda alguna es del pragmatismo mágico que ininterrumpidamente acompañó o, mejor dicho, amenizó esas indelebles tres horas y media.

En la mañana, compartí mi plan con mi madre.  Por alguna extraña razón, esta vez ella no mostró preocupación alguna con respecto a este nuevo emprendimiento, aventura o locura (término que ella suele reemplazar con múltiples eufemismos para evitar argumentar conmigo, sin miras a lograr un consenso). Las señales eran claras; iba a ser un gran día.

Como de costumbre, tuve que interrumpir mi derrotero por la cornucopia de cosas que siempre quiero hacer de manera simultánea, una mala práctica que casi infaliblemente suele terminar en altos niveles de estrés y hasta frustración. Esta vez, sin embargo, tenía que ser diferente; el norte ya estaba trazado y nada podía impedir que fuéramos en pos de nuestro periplo.

Llegué a mi entrañable Chitré, donde nunca he sido forastero, y contacté a Roger para pasar a recogerlo.  Me envió su ubicación por WhatsApp, pero Waze y su fiel secuaz Google Maps se ensañaron en mi contra como siempre. Me prescribió una trayectoria que más parecía un laberinto, por lo que no tuve otra opción que revelarme a sus designios y seguir mi brújula o GPS interno, herramientas éstas que pocas veces me han servido para otra cosa que no sea extraviarme más.  Luego, llamé a Roger y me enteré que él me esperaba frente a la única estación de combustible que hay en Monagrillo; sin duda, hubiese sido más fácil orientarse con ese punto de referencia al no tratarse de las homólogas calles ni avenidas londinenses.

Me estacioné frente a la inequívoca estación y volví a llamar a Roger en vez de mirar al frente, tal como él lo había indicado.  No obstante, mi manía telecomunicativa dio pie al primer evento sobrenatural de ese día. Le informé a Roger de mi llegada y él me dijo que le extrañaba el no haber escuchado el freno de emergencia de mi carro, algo comprensible, ya que aún seguía con mi pie puesto en el freno de pedal. Ingenuamente, traduje las palabras de Roger como una broma, pues él se encontraba aproximadamente a 100 metros del otro lado de la avenida más transitada y ruidosa de Monagrillo.  Luego, me percaté que tal “broma” no era más que la antesala de una serie acontecimientos que en un principio me dejaron perplejo y luego me hicieron percatarme de mi ceguera conceptual.

Roger subió a mi carro e inmediatamente se percató que no era el mismo que conocía, nada sorprendente dadas las palpables diferencias entre uno y otro.  Luego, prosiguió, y me dijo que era un Mitsubishi L200, con un motor muy sereno.  En ese momento, comencé a pensar en ouijas, bolas de cristal, el Tarot y otros artilugios adivinatorios.  Tenía que haber otra explicación.  Hice un par de preguntas relacionadas, pero preferí no indagar más.  El objetivo era ir a remar.

Nuestros temas hasta la casa de Martín fueron muy misceláneos, prevaleciendo la idea de convidar a Ana,otra buena amiga, a nuestra aventura.  De hecho, la pusimos sobre aviso,  y ella se mostró muy emocionada. Lamentablemente, nuestra intención se vio truncada al percatarnos que el kayak sólo podía acogernos a nosotros dos.

Algo que aún revolotea en mi mente eran los numerosos guayacanes en flor que proliferaban en Chitré ese día.  Parecía como si hubiesen conspirado sincrónica mente para amenizar nuestro trayecto.  Yo ansiaba poder contarle a Roger acerca del destellante amarillo que adornaban sus ramas, pero no sabía por dónde comenzar, continuar, terminar ni nada.

Luego, al llegar a la ribera de nuestro destino final El río La Villa y mientras esperábamos a Jeannette y su hija, se me ocurrió consultarle sobre su percepción de los colores para introducir el tema de los guayacanes.  Me dijo que manejaba muy bien el tema de los colores.  Pensé que se refería a sus recuerdos, pero no era así.  Comenzó a hablar de su memoria intelectual versus su memoria fotográfica.  Me costaba entender lo que él describía.  Era un universo completamente nuevo del que mi capacidad visual me había privado hasta ahora.  Seguí haciendo algunas preguntas, y las respuestas de Roger algunas veces me ayudaban a entender y otras tantas me dejaban más confundido.  No es de sorprender que se me olvidaron por completo los guayacanes.

Me habló sobre efímeras invasiones de imágenes en sus estados dormitantes, de los colores que evocan en él los olores, y algunas otras cosas que ahora tendré que consultarle a Google para estar un poco más claro.  Insisto, el objetivo de aquel día era ir remar, no jugar al investigador.

En lo que respecta al ritual previo a entrar al agua, puedo decir que Roger ha sido uno de los compañeros más eficientes. Bastaron unas pocas instrucciones, y me ayudó a descargar y movilizar el kayak sin que yo se lo solicitara; eso es mucho más que lo que puedo decir de algunas experiencias anteriores con otros acompañantes.

Ya el kayak estaba en el agua.  El momento había llegado.  La adrenalina comenzaba a hacer su trabajo, mezclada con un poco de incertidumbre, cosa muy normal en estos menesteres.  Cuál marino consumado, Roger no vaciló en abordar primero.  Era mi turno. Yo repasaba mi plan de contingencias al tiempo que dábamos las primeras paladas.  Jeannette y su hija no dejaban escapar un solo momento.

Y allí nos encontrábamos Roger y yo, en el medio del río La Villa, listos para una inolvidable aventura.  Sincronizar el ritmo de nuestros remos fue bastante simple.  Sin embargo, a Roger se le hacía difícil rotar las palas para ganar resistencia inversa y mayor desplazamiento.  Palpaba las palas con sus manos una y otra vez para asegurarse que tenían la posición correcta.  Quise darle algunas sugerencias al respecto, pero no fueron muy productivas.  Ingenuamente, cerré mis ojos y seguí remando para empatizar con Roger, y así poder ayudarlo con su dilema.  Me parecía muy simple hacer el giro de las palas con base en la resistencia que produce el agua.  Luego entendí que en realidad no es la vista ni el tacto, sino 10 años en esta práctica los que te permiten hacer esta maniobra como una segunda naturaleza.

Roger midió la profundidad del agua con su remo en un par de ocasiones, y se mostró impresionado de no sentir el fondo.  Me recordó a mí mismo cuando hice mi debut un poco más arriba en ese mismo río.  Ya para entonces habíamos dejado de hablar de cocodrilos, Godzilla y otros monstruos Hollywoodenses.

Remamos por un corto tiempo hasta no ver más trazos de actividad humana.  El agua era tibia producto de las calcinantes horas de calor azuerense que habían antecedido a nuestra aventura.  La brisa del norte provocaba pequeñas olas que desafiaban nuestro equilibrio; sin embargo, jamás contemplamos la posibilidad de volcarnos.  Estábamos demasiado ocupados divirtiéndonos.

El ocaso no tardó en anunciarnos que era tiempo de retornar, y no tuvimos otra opción que obedecerlo.  Llegamos al punto de partida e iniciamos el ritual inverso, una vez más Roger fue un diligente compañero.  Me preguntó que si el kakak estaba amarrado con perritos, a lo que respondí que sí.  Para mi sorpresa, mientras me cambiaba de ropa, Roger logró amarrar mi kayak solo, con los dichosos perritos que para mí siempre han sido un rompecabezas.

Así nos despedimos del río La Villa y hablamos de otras futuras aventuras similares.  Roger, me invitó a un café nocturno, cosa que pensé con mucha cautela antes de aceptarlo dada mi escasez de melatonina y serotonina que ya bastante han frustrado mis noches hasta ahora.  Sin embargo, esta vez Morfeo fue compasivo conmigo.

Finalmente, llegó el momento de llevar a Roger de regreso a casa y de yo volver a la mía.  No sé quién estaba más feliz, si él por haber cumplido uno de sus sueños, o yo por haber sido invitado a  éste.

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